La LpA no tiene un tratamiento farmacológico aprobado para reducir su concentración en sangre, y los hábitos saludables no logran modificar sus niveles.
La Lipoproteína A (LpA) elevada es una condición de base genética. Se estima que aproximadamente el 20 % de la población presenta niveles altos, como resultado de la expresión del gen LPA. Actualmente, no existe un tratamiento farmacológico aprobado que permita reducir su concentración en sangre, y los hábitos saludables, por sí solos, no logran modificar sus niveles. No obstante, esta condición no debe interpretarse como irreversible ni inevitable.
La LpA actúa como un factor de riesgo más dentro del espectro de variables que pueden contribuir al desarrollo de enfermedad arterial. Si bien no se modifica con intervenciones sobre el estilo de vida, su efecto nocivo puede potenciarse cuando se combina con factores ambientales desfavorables, como el sedentarismo, el tabaquismo, la mala alimentación o el estrés crónico.
Desde el enfoque epigenético, como lo señala el portal Infobae se reconoce que la expresión de los genes está influida por el entorno bioquímico que rodea a las células. En este contexto, aunque la presencia de LpA elevada es hereditaria, su impacto sobre la salud puede verse modulado por el estilo de vida, al incidir en el equilibrio metabólico e inflamatorio general del organismo.
Para comprender mejor su relevancia, conviene observar las características estructurales y funcionales de la LpA en comparación con otras lipoproteínas, como la LDL y la HDL. Todas ellas participan en el transporte de lípidos —principalmente colesterol y triglicéridos— por el torrente sanguíneo, al estar conformadas por una fracción lipídica y una fracción proteica.
Las lipoproteínas pueden describirse como vehículos de transporte que distribuyen lípidos a diferentes tejidos, donde cumplen funciones clave, como la síntesis de hormonas, vitamina D o membranas celulares. Las LDL y HDL son dos de las principales fracciones. Aproximadamente el 80 % del colesterol LDL es sintetizado en el hígado, mientras que el resto proviene de la dieta. En condiciones normales, estas partículas no representan un riesgo para la salud y son esenciales para el funcionamiento fisiológico.
Sin embargo, bajo determinadas condiciones —como la exposición sostenida a factores proinflamatorios o la oxidación de las LDL— estas lipoproteínas pueden acumularse en la pared arterial y contribuir al desarrollo de placas ateroscleróticas.
Dentro del conjunto de lipoproteínas —estructuras encargadas de transportar colesterol y triglicéridos a través del torrente sanguíneo—, la Lipoproteína A (LpA) representa una variante particular. Aunque comparte funciones de transporte con otras lipoproteínas, como la LDL y la HDL, su rol biológico específico en el organismo humano actual no está del todo definido, y se sospecha que pudo haber sido funcional en etapas evolutivas anteriores. La LpA es sintetizada exclusivamente en el hígado.
Estructuralmente, la LpA es similar a la LDL, con la que comparte la apolipoproteína B (ApoB), una proteína clave en el transporte de colesterol hacia los tejidos. No obstante, la LpA incorpora además una segunda proteína denominada apolipoproteína(a) —Apo(a)—, que le confiere propiedades distintas y mayor potencial aterogénico.
La Apo(a) presenta una similitud estructural con el plasminógeno, una proteína involucrada en la disolución de coágulos sanguíneos. Esta semejanza permite que la LpA compita con el plasminógeno por sus sitios de acción, interfiriendo en los mecanismos normales de fibrinólisis y favoreciendo, por el contrario, la formación de trombos.
Adicionalmente, la LpA transporta compuestos proinflamatorios, como los fosfolípidos oxidados, cuya presencia en el organismo está fuertemente asociada al estrés oxidativo. Este último es un proceso generado por el desequilibrio entre la producción de radicales libres y la capacidad del cuerpo para eliminarlos, lo que provoca daño celular y tisular.
Por estos mecanismos combinados —interferencia en la degradación de coágulos y promoción de la inflamación—, la LpA se considera la lipoproteína con mayor capacidad para favorecer la formación de placas de ateroma. Estas placas se originan cuando el colesterol transportado por la LpA se acumula en la pared arterial y desencadena una respuesta inflamatoria sostenida, que puede asociarse tanto a obstrucción arterial como a eventos trombóticos.
Tener una concentración elevada de Lipoproteína A (LpA) en sangre no implica necesariamente la aparición de un infarto. Su presencia representa un factor de riesgo cardiovascular relevante, pero no actúa de forma aislada. El contexto metabólico, los hábitos de vida y otros factores de riesgo asociados son determinantes para el desarrollo o no de una enfermedad cardiovascular.
Para ilustrar esta interacción entre genética y estilo de vida, se pueden comparar dos perfiles de pacientes. Uno de ellos presenta una LpA elevada, pero mantiene un estilo de vida saludable: no fuma, tiene un peso adecuado, realiza actividad física de forma regular, sigue una alimentación equilibrada, no presenta hipertensión y maneja adecuadamente el estrés. El otro paciente tiene una LpA dentro del rango normal, pero fuma, es sedentario, tiene sobrepeso y hábitos alimenticios inadecuados. En términos de riesgo cardiovascular, este segundo perfil presenta mayor probabilidad de sufrir un evento coronario, a pesar de tener una LpA normal.
Estudios de cohorte han señalado que, en promedio, se requeriría seguir a 50 personas con un perfil similar al del primer caso para registrar un infarto en cinco años. En contraste, con apenas 20 pacientes del segundo grupo sería posible observar un evento coronario en ese mismo período. Esto refuerza la idea de que los hábitos de vida influyen más que la genética en el desarrollo de enfermedad cardiovascular, excepto en casos de predisposición hereditaria directa.
Actualmente se están desarrollando terapias específicas para reducir los niveles de LpA, como el Lepodisiran, que ha demostrado una disminución significativa de esta lipoproteína en sangre. Sin embargo, aún se requieren más estudios para confirmar si esta reducción se traduce en una menor incidencia de infartos, así como para evaluar la seguridad y accesibilidad del tratamiento a largo plazo.
Es importante tener en cuenta que no todas las LpA tienen el mismo potencial aterogénico. Algunas variantes, como aquellas con isoformas pequeñas del subtipo Kringle IV tipo 2, se asocian a niveles plasmáticos más altos y mayor capacidad para inducir aterosclerosis. A la fecha, estas diferencias no son detectadas en los análisis clínicos de rutina, lo cual limita la posibilidad de conocer con precisión el tipo de LpA presente en cada paciente.
En este contexto, ante una LpA elevada y en ausencia de tratamiento farmacológico disponible, lo prioritario es adoptar y mantener un estilo de vida saludable. La LpA elevada no constituye una sentencia, sino un factor de riesgo más, aunque con un impacto potencial mayor que la elevación aislada de LDL.
Recomendaciones clave para personas con LpA elevada:
Actualmente, la Lipoproteína A (LpA) no cumple una función activa conocida en el organismo. Su presencia en el cuerpo humano puede parecer innecesaria o incluso perjudicial hoy en día, dado que se asocia con efectos proinflamatorios, procoagulantes y aterogénicos. Esto plantea una pregunta interesante: ¿cómo es posible que una molécula que no tiene una función evidente en la actualidad haya perdurado a lo largo de la evolución humana?
En tiempos ancestrales, cuando los seres humanos vivían en ambientes más hostiles, como la jungla o la sabana, sin acceso a tecnologías médicas como los antibióticos o apósitos, la LpA podría haber tenido un rol crucial. Su capacidad para activar procesos inflamatorios habría sido útil para combatir infecciones, mientras que su efecto sobre la coagulación habría ayudado a detener el sangrado tras una herida, lo que era vital en situaciones de supervivencia.
La razón por la cual la LpA sigue existiendo en el cuerpo humano, aunque ya no sea esencial para nuestra supervivencia, se debe a cómo funciona la evolución en términos biológicos. La selección natural favorece las características que permiten la reproducción exitosa de una especie. Por lo tanto, las moléculas que pueden resultar dañinas, como la LpA, no son eliminadas hasta que dejan de ser útiles durante la etapa reproductiva, momento en el cual el daño que pueden causar se vuelve más relevante.
Hoy en día, el entorno en el que vivimos ha cambiado significativamente, lo que ha hecho que los efectos potencialmente dañinos de la LpA sean más pronunciados. El estrés oxidativo, generado por hábitos poco saludables y factores ambientales, potencia la acción inflamatoria de la LpA, pues esta lipoproteína transporta fosfolípidos oxidados, moléculas que agravan la inflamación. Así, lo que en el pasado pudo haber sido beneficioso para la supervivencia, en la actualidad contribuye a problemas como la aterosclerosis y otros trastornos cardiovasculares.
El cortisol, al igual que la LpA, es un ejemplo de una molécula que en su justa medida tiene efectos protectores, pero que bajo las condiciones actuales de estrés crónico y malos hábitos, puede volverse contraproducente.