Con los nuevos descubrimientos en epigenética, muchos podrían preguntarse: ¿qué realmente heredarán genéticamente mis hijos? O ¿qué he heredado yo?
Con los nuevos descubrimientos en epigenética, muchos podrían preguntarse: ¿qué realmente heredarán genéticamente mis hijos? O ¿qué he heredado yo? Para responder a esta pregunta de manera exhaustiva, necesitamos examinar la ciencia. La investigación más reciente en epigenética nos dice que todos podemos heredar cambios genéticos de traumas que nuestros padres y abuelos experimentaron.
Tal es el caso del cabo Calvin Bates, prisionero de guerra durante la Guerra de Secesión de EE.UU. (1861-1865). Su estancia en prisión no fue por un largo tiempo, pero cuatro meses bastaron para sufrir las secuelas: dos pies amputados y una mirada que transmitía demasiado sufrimiento. Las condiciones fueron tan denigrantes que de allí salieron, apenas, el 40% de los prisioneros.
Ahora, en el siglo XXI, un grupo de investigadores decidieron realizar un estudio al respecto. La muestra, en este caso, estaría conformada por miles, incluidos los hijos de estos prisioneros con “la fortuna” de sobrevivir aquel infierno. El resultado demostró que aquellos descendentes de los veteranos murieron más tempranamente que sus hermanos nacidos antes de la guerra.
Se analizaron diversos factores como la condición socioeconómica, origen, fecha de alistamiento o estado de salud previo para posteriormente comparar la longevidad de los hijos de los veteranos que fueron prisioneros con la de los que no lo fueron, viendo que, en iguales circunstancias y a la misma edad, los primeros tenían el doble de probabilidades de haber muerto. Además, los hijos que los prisioneros de guerra tuvieron después de sobrevivir a uno de esos campos tenían hasta 2,2 veces más probabilidades de morir antes que sus hermanos a la misma edad.
Los hallazgos, concluyeron los autores, apoyaban una "explicación epigenética". La idea es que el trauma puede dejar una marca química en los genes de una persona, que luego se transmite a las generaciones siguientes. La marca no daña directamente el gen; no hay mutación. En cambio, altera el mecanismo por el cual el gen se convierte en proteínas funcionales, o se expresa. La alteración no es genética. Es epigenética.
Desde hace algunos años estudios realizados en animales han evidenciado que determinados factores ambientales provocan cambios en la información genética de una generación a otra. En este sentido, se ha demostrado que el azúcar que toman los padres puede hacer obesos a sus descendientes o la mala alimentación de los abuelos perjudicaría a sus futuros nietos. A pesar del gran impacto que podría tener en la ciencia y en la salud, se sabe poco de estos mecanismos epigenéticos en humanos y saber más exigiría experimentos que la ética impide.
El campo de la epigenética cobró impulso hace aproximadamente una década, cuando los científicos informaron que los niños que fueron expuestos en el útero al Invierno del Hambre Holandés, un período de hambruna hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, llevaban una marca química particular, o firma epigenética, en uno de sus genes. Más tarde, los investigadores relacionaron ese hallazgo con diferencias en la salud de los niños en etapas posteriores de la vida, incluyendo una masa corporal superior al promedio.
Por otro lado, en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, el norte de los Países Bajos sufrió una terrible hambruna, principalmente en Róterdam y Ámsterdam. Esta situación afectó a las mujeres embarazadas en aquellos meses, cuyos hijos nacieron con una media de 300 gramos menos. Además, reduciría su tamaño corporal y aumentaría su incidencia de diabetes y esquizofrenia.
El entusiasmo desde entonces se ha intensificado, en 2017 un trabajo con una enorme muestra de 800.000 niños suecos comprobó que el trauma de perder a un padre o una madre deja una marca que heredan los hijos. Los investigadores concluyeron que los niños que se quedan huérfanos en los años anteriores a la adolescencia tienden a tener, ya de adultos, más hijos prematuros y con menor peso que los que no perdieron a sus padres.
Otra investigación documentó que existía relación entre la disponibilidad de comida a edades tempranas y el estado de salud mediante una investigación entre los habitantes de un pequeño pueblo por encima del Círculo Polar Ártico. De esta manetra, se comprobó que los nietos de aquellos que sufrieron penurias alimenticias tienen mayor incidencia de problemas cardiovasculares.
En síntesis, estos estudios sugieren que heredemos algún rastro de la experiencia de nuestros padres e incluso de nuestros abuelos, en particular de su sufrimiento, lo que a su vez modifica nuestra propia salud cotidiana, y quizás la de nuestros hijos también.
La idea de que llevamos algún rastro biológico del dolor de nuestros antepasados tiene un fuerte atractivo emocional. Resuena con los sentimientos que surgen cuando uno ve imágenes de hambruna, guerra o esclavitud. Y parece reforzar las narrativas psicodinámicas sobre el trauma, y cómo su legado puede repercutir a través de las familias y a través de los siglos.