Su origen es multifactorial, involucrando factores genéticos y neurobiológicos; es más frecuente en personas con antecedentes de maltrato infantil, ambientes violentos o comorbilidades como TDAH, trastornos de personalidad y consumo de sustancias.

El Trastorno Explosivo Intermitente (TEI) se caracteriza por episodios repentinos, recurrentes e impulsivos de comportamiento agresivo y violento, o por arrebatos verbales desproporcionados.
Estas reacciones, notablemente exageradas para el contexto, pueden manifestarse como violencia vial, maltrato intrafamiliar, destrucción de objetos o ataques temperamentales intensos. Los arrebatos, que ocurren de forma intermitente, generan un profundo malestar emocional y pueden deteriorar las relaciones personales, causar problemas laborales o académicos e incluso conducir a consecuencias legales.
Se trata de una condición crónica que puede persistir durante años, aunque la intensidad de los episodios tiende a disminuir con la edad. El manejo efectivo se basa en un enfoque combinado que incluye psicoterapia y, en muchos casos, medicamentos para ayudar a controlar los impulsos agresivos.
Los ataques impulsivos y los estallidos de ira en el TEI surgen de manera abrupta, sin previo aviso, y suelen tener una duración menor a 30 minutos. La frecuencia de estos brotes puede variar, presentándose seguidos o espaciados por semanas o meses.
En los periodos entre episodios más graves, pueden darse ataques verbales o agresiones físicas de menor intensidad, y es común una sensación persistente de irritabilidad, impulsividad, agresividad o enojo.
Antes de que se desencadene un brote agresivo, los individuos pueden experimentar una serie de señales precursoras:
Los arrebatos resultantes, ya sean verbales o conductuales, son desmedidos para la situación y se realizan sin considerar las posibles consecuencias.
Pueden incluir berrinches, discursos cargados de ira, discusiones acaloradas, gritos, agresiones físicas como bofetadas o empujones, daño a la propiedad y amenazas o agresiones hacia personas o animales.
Tras el episodio, es frecuente sentir alivio y cansancio, seguidos a menudo por sentimientos de culpa, remordimiento o vergüenza.
El TEI puede iniciarse en la infancia, después de los 6 años, o en la adolescencia, siendo más común en adultos jóvenes. Su etiología exacta no se conoce, pero se considera el resultado de una compleja interacción entre factores ambientales, genéticos y neurobiológicos.
Las condiciones de vida tempranas juegan un papel crucial; crecer en un entorno familiar donde el comportamiento explosivo, el abuso verbal y la violencia física son frecuentes incrementa significativamente el riesgo de desarrollar el trastorno. Desde una perspectiva genética, se postula la existencia de una predisposición hereditaria que facilita reaccionar exageradamente al estrés.
Asimismo, investigaciones sugieren que pueden existir diferencias en la estructura, función y química cerebral en las personas con TEI en comparación con quienes no lo padecen, particularmente en áreas relacionadas con el control de los impulsos y la regulación emocional.
Los principales factores de riesgo para desarrollar este trastorno incluyen antecedentes de maltrato físico o experiencias traumáticas en la infancia, como el acoso escolar.
También existe un riesgo elevado cuando se presentan otras condiciones de salud mental comórbidas, como el trastorno de personalidad antisocial, el trastorno límite de la personalidad, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) o problemas de abuso de sustancias como el alcohol y las drogas.
Las personas con TEI enfrentan un riesgo aumentado de sufrir diversas complicaciones que impactan múltiples esferas de su vida. A nivel interpersonal, las relaciones suelen verse gravemente afectadas, pudiendo desembocar en conflictos constantes, divorcio y estrés familiar.
En el ámbito profesional y educativo, pueden experimentar despidos, suspensiones escolares o problemas legales derivados de sus acciones. Es común la presencia concurrente de otros trastornos del estado de ánimo, como depresión y ansiedad, así como problemas de abuso de alcohol y otras sustancias.
Además, el trastorno se asocia con un mayor riesgo de padecer enfermedades físicas, incluyendo hipertensión arterial, diabetes, cardiopatías, accidentes cerebrovasculares y úlceras. En los casos más graves, existe el riesgo de autolesiones o intentos de suicidio.
Por eso, hablando de la prevención, dado que el TEI es un trastorno clínico, el manejo primario está fuera del control directo del individuo. La estrategia es buscar evaluación y tratamiento profesional ante la sospecha de padecerlo.
Una vez iniciado el tratamiento, la adherencia al plan terapéutico, la práctica constante de las habilidades aprendidas en terapia y la toma correcta de la medicación prescrita son fundamentales.
Se recomienda además, en la medida de lo posible, evitar o abandonar situaciones que actúen como desencadenantes, y desarrollar estrategias de manejo del estrés, como una buena organización del tiempo personal, para afrontar de manera más adaptativa futuras situaciones de frustración.