Una investigación multicéntrica en EE.UU. constata mediante pruebas objetivas que incluso quienes creen haber recuperado el sentido podrían presentar un deterioro significativo.
La sospecha de que el sentido del olfato no volvió a ser el mismo tras superar la COVID-19 tiene ahora un respaldo científico sólido. Un estudio publicado en 'JAMA Network Open', confirma que la disfunción olfativa es una secuela persistente y, lo que es más importante, a menudo no es identificada por los propios afectados.
La investigación, la más grande en utilizar una prueba clínica estandarizada para medir este efecto a largo plazo, analizó a 3.535 personas y descubrió una discordancia alarmante entre lo que los pacientes reportan y lo que las pruebas objetivas detectan.
Entre los participantes que sí notaron un cambio en su olfato después de la COVID-19, un 80% obtuvo puntuaciones bajas en la prueba realizada alrededor de dos años después. Dentro de este grupo, el 23% sufrió un deterioro grave o una pérdida total.
Sin embargo, el hallazgo más significativo surge del grupo que no reportó problemas: un 66% de los participantes con antecedentes de infección también mostró un desempeño anormalmente bajo en la evaluación clínica. Esto indica que el virus puede haber dañado su capacidad olfativa de manera sutil pero significativa, sin que ellos sean conscientes de ello.
La doctora Leora Horwitz, coautora principal del estudio, contextualiza estos hallazgos y subraya su importancia para la salud pública. "Nuestros hallazgos confirman que quienes tienen antecedentes de COVID-19 pueden tener un riesgo especial de tener un sentido del olfato debilitado, un problema que ya está poco reconocido entre la población general".
La investigadora añade un dato comparativo que refuerza la necesidad de atención a este sentido: "el 60% de los participantes no infectados que no informaron problemas olfativos también tuvieron malos resultados durante la evaluación clínica", lo que sugiere que la hiposmia es un problema de salud más extendido de lo que se cree.
Más que un sentido: las graves implicaciones de perder el olfato
La pérdida del olfato, o hiposmia, trasciende la mera incapacidad de percibir aromas. La literatura médica la ha vinculado con serias consecuencias para el bienestar, como pérdida de peso, disminución de la calidad de vida, depresión y un mayor riesgo al dificultar la detección de peligros ambientales como fugas de gas, humo o alimentos en mal estado. Además, los científicos señalan la disfunción olfativa como un posible marcador temprano de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer y el Parkinson.
La solidez de este estudio radica en su metodología. Frente a la subjetividad de los autorreportes utilizados en investigaciones previas, el equipo empleó la Prueba de Identificación de Olores de la Universidad de Pensilvania (UPSIT), considerada el estándar de oro.
Esta prueba, del tipo "rasca y huele", exige a los participantes identificar 40 olores diferentes, proporcionando una medida precisa y cuantificable de la función olfativa.
El estudio concluye con una recomendación clara para la práctica clínica. "Estos resultados sugieren que los profesionales de la salud deberían considerar la realización de pruebas para detectar la pérdida del olfato como parte rutinaria de la atención pos-COVID", menciona Horwitz. "Aunque los pacientes no lo noten de inmediato, una nariz opaca puede tener un profundo impacto en su bienestar mental y físico".
Actualmente, se exploran terapias como la suplementación con vitamina A y el "entrenamiento olfativo" para ayudar al cerebro a reconectar sus respuestas a los aromas. Comprender con precisión el impacto del virus allana el camino para perfeccionar estos tratamientos y devolver a los pacientes un sentido vital para su seguridad y calidad de vida.