La epidemia de gripe de 1918 y 1919 atacó en tres grandes oleadas, la segunda fue la más dañina.
El fuerte aumento de los contagios por coronavirus en las últimas semanas en el mundo, ha activado las alarmas de una sociedad ya muy golpeada por los efectos de la pandemia. Pero es una constante histórica: por su naturaleza tras muchas de las grandes primeras grandes olas de contagios han llegado otras, los temidos rebrotes, que incrementaron aún más el impacto psicológico de la enfermedad. ¿Cómo ha reaccionado, en su momento, cada sociedad?
Con una mirada histórica, los rebrotes no son nada excepcional. “Varias enfermedades a lo largo de la historia han provocado diversas pandemias, sobre todo aquellas producidas por un virus, como la viruela, la gripe y la fiebre amarilla. Al igual que en el caso del coronavirus, se trata del mismo patógeno que aún no ha desaparecido y que vuelve a cobrar impulso”, asegura la profesora de Historia de la Ciencia en la Universitat de València María José Báguena.
Se sabe que los hubo, pero otra cosa, sin embargo, es separar qué fue un rebrote de lo que en realidad pudo ser una nueva epidemia. “En la peste negra del siglo XIV en Europa, puede hablarse de una epidemia que se hacía presente de forma recurrente. Cada cierta cantidad de años volvía a aparecer por unos meses o incluso un año. Tal vez con nuestras estadísticas diríamos que se trataba de rebrotes, pero en aquella época no se sabe”, explica el profesor de Historia de la Ciencia, también de la Universitat de València, Carmel Ferragud, que, no obstante, advierte que “intentar explicar estas epidemias del pasado con los instrumentos y la biomedicina del presente es un error, porque la manera de conceptualizar las enfermedades es muy distinta”.
Quizás uno de los rebrotes más traumáticos y a la vez más cercanos sean los de la mal llamada gripe española de 1918-1919 , la pandemia más dañina de la historia contemporánea. La enfermedad se inició en un campamento militar de Estados Unidos en 1918, en el último año de la Gran Guerra, y cuando sus soldados se trasladaron a Francia, llevaron consigo la dolencia a Europa.
En términos relativos, el primer brote, que se inició, en el caso de España, en mayo de ese año, fue de una intensidad relativa, sobre todo en comparación con el rebrote posterior. De hecho, las primeras noticias públicas de la epidemia en Madrid, según la prensa de la época, apuntaban a un trastorno leve.
Tal como señala en un artículo Antoni Trilla, jefe de Epidemiología del Hospital Clínic de Barcelona, en aquella primera oleada la enfermedad se expandió de forma repentina, especialmente en Madrid, un crecimiento intensificado por las concentraciones de personas por la fiesta de San Isidro. A pesar de la dimensión del contagio y de la alternación de los servicios y la vida habitual, lo cierto es que la tasa de mortalidad general aumentó relativamente poco durante este primer período epidémico, y cuando terminó, casi dos meses después, todo parecía haber vuelto a la normalidad.
Sin embargo, las bajas temperaturas del otoño traerían consigo un segundo brote del virus, mucho más desolador que el anterior. Según se afirma en el artículo citado, de las más de 260.000 vidas que se cobró esta enfermedad en España entre 1918 y 1919 -en todo el mundo fueron entre 20 y 50 millones-, el 75% murió durante el segundo período de la epidemia. Y del total de los fallecidos en las tres oleadas, el 45% correspondieron solo a octubre de 1918.
“La segunda oleada fue la más letal. El virus de la gripe se había atenuado con el calor del verano, pero en otoño se produjo un rebrote más grande que el primero”, asegura María José Báguena Cervellera. Según explica, cuando bajan las temperaturas, la población está más tiempo en casa y, al tratarse de una enfermedad que se transmitía por vía respiratoria, su contagio era más sencillo en espacios cerrados.
Pero no fue solo el cambio de estación lo que reavivó la enfermedad. El final de la Primera Guerra Mundial a finales de 1918 también aportaría lo suyo. “Europa estaba en pésimas condiciones higiénicas y económicas. Sumado a eso, muchos soldados volvían a sus países de origen, había mucho movimiento de personas, que hacían que la gripe se trasladara a distintos sitios”, sostiene Báguena.
En su opinión, “todos los países reaccionaron de manera parecida. Ya con la primera ola se empezaron a aplicar ciertas medidas, como el uso de mascarilla, la construcción de hospitales específicos para los enfermos, la habilitación de locales de ocio para que funcionaran como hospitales. Se aplicaron algunas medidas de aislamiento porque se sabía que era una enfermedad contagiosa”. Estas medidas se endurecieron con el rebrote: “Al disminuir los casos en verano, se pensaba que la enfermedad había desaparecido, pero cuando se encontraron con una subida tan grande en otoño, empezaron a aplicar todas las medidas de aislamiento”.
Trilla matiza en su artículo que, si bien se cancelaron las clases escolares y universitarias, hubo muchas dificultades para implementar medidas de control sanitario, y algunos espacios de encuentro como el cine, el teatro, como también los servicios religiosos, se mantuvieron en funcionamiento. Entre las medidas de salud pública adoptadas por las autoridades, hubo desinfecciones de trenes y pasajeros, de locales de ocio, de edificios de gobierno e incluso de calles en algunas ciudades.
Ya el tercer brote de la enfermedad, que se extendió desde enero hasta junio de 1919, fue mucho más leve. Hubo que esperar hasta los años 30 para que se conociera la causa de esta gripe. Hasta entonces, sólo se trataban los síntomas y no había un mecanismo efectivo para prevenir su expansión.
Si miramos más hacia atrás en la historia en busca de rebrotes de epidemias más antiguos, María José Báguena sostiene que “No es algo raro que haya rebrotes u oleadas. Pero a veces es difícil verlo en el pasado porque no tenemos registros ni estadísticas. Hasta el siglo XIX, que fue cuando nació la biomedicina, no tenemos una recogida de datos que nos permita saber si hubo una baja de casos y luego un aumento”.
“En el caso de la peste negra, no hay censos de población. Los datos fiscales de esa época nos permiten saber cuántos impuestos se pagaban antes y después de la peste. También los libros de las parroquias permitían ver la gran cantidad de entierros, lo que también da una pauta del impacto de la epidemia. Pero no se pueden separar las causas de muerte, y saber cuántas personas murieron por esa enfermedad. Tenemos indicios, pero son relativos”, coincide Carmel Ferragud.
Sobre la peste negra, que se extendió en Europa durante el siglo XIV, el experto asegura que los relatos, crónicas y la documentación de archivo, permiten asegurar que existía un miedo constante a que la enfermedad reapareciera. “Está claro que la peste negra se hace presente de forma recurrente. Con momentos de mayor o menor incidencia, momentos donde muere mucha gente y otros donde se ha suavizado. Había una recurrencia o permanencia de la enfermedad, normalmente en verano”, asegura.
Esos meses eran especialmente propicios para el repunte de la peste bubónica porque se trataba de una enfermedad provocada por bacterias y el calor las favorecía. “En junio empezaba a haber miedo”, agrega Ferragud.
Sin embargo, no solo la estacionalidad ha influido en la variación de la cantidad de contagios de las grandes epidemias a lo largo de la historia. Por eso es que la hoja de ruta adoptada frente a los rebrotes de cada pandemia fue variando en función de las particularidades de la enfermedad y del contexto. Mirar hacia los rebrotes del pasado nos permite confirmar que las salidas o soluciones a estas epidemias recurrentes nunca fueron ni evidentes ni sencillas.