La iniciativa CAMBIE ha revertido 15 sobredosis y recolectado más de 18.000 jeringas usadas en dos años de funcionamiento, estableciendo un nuevo modelo de atención sin estigma para personas que consumen drogas inyectables.

En pleno centro de Bogotá opera discretamente un espacio que marca un hito en las políticas de salud pública de Colombia, la primera sala de consumo supervisado de drogas inyectables en abrir en Sudamérica.
El proyecto CAMBIE atiende a una población vulnerable de entre 7.000 y 8.000 personas que se inyectan drogas en el país, ofreciendo un enfoque revolucionario que prioriza la salud sobre el castigo. Por eso, desde la revista Medicina y Salud Pública nos desplazamos hasta el centro para conocerlo y conversar con Daniel Rojas, coordinador del proyecto CAMBIE.
CAMBIE es un dispositivo de base comunitaria que ofrece una sala de consumo supervisado —un espacio seguro, no punitivo— para personas que se inyectan drogas.
Nació a partir de iniciativas de reducción de daños que en Colombia se empezaron a tejer desde 2014 y que, con apoyo técnico nacional e internacional, se consolidaron como un programa integral en Bogotá
"Lo primero y lo más importante, y por lo que estamos acá, es salvar vidas", explica Daniel Rojas. Los números respaldan esta misión: en dos años de operación han logrado revertir 15 sobredosis de forma directa, 10 dentro del dispositivo y 5 en territorio externo.
El centro funciona bajo una premisa clara: proporcionar un espacio seguro y supervisado donde las personas puedan consumir las sustancias que traen consigo, pero con condiciones de higiene y seguridad que en la calle son imposibles de garantizar.
La puerta puede pasar desapercibida entre el bullicio del centro. Adentro hay cubículos con espejos, mesas de acero con guantes, jeringas nuevas y contenedores para desechar material usado.
El ingreso incluye recepción con personal de salud: consentimiento (si es la primera vez), registro (hora, sustancia, dosis, sitio de inyección), lavado de manos y entrega o intercambio de kit (jeringas BD, agua destilada, torniquete, curas, algodón, cooker).
Luego, la persona accede a un cubículo para consumir bajo observación la sustancia que llevó al centro y, tras la inyección, pasa a un área de reposo.
“Es muy diferente que en la calle: allí algunos llegan a usar hasta agua de charco. Aquí entregamos kits y enseñamos prácticas que reducen infecciones.” explicó Rojas.
El equipo está entrenado para identificar la triada típica de la sobredosis (depresión cardiorrespiratoria, pérdida de conciencia y miosis) y actuar de inmediato: estímulo verbal y físico, posición de seguridad (decúbito lateral), soporte ventilatorio con ambu/ máscara y administración de naloxona (por vía intranasal o inyectable) si es necesario.
“Tenemos naloxona precargada; la aplicamos y, si hace falta, se repite la dosis hasta recuperar signos vitales.” Añade Daniel Rojas.
Según el equipo, el tiempo entre identificar una sobredosis y la intervención suele ser de segundos; la respuesta temprana es clave. Estudios y revisiones internacionales muestran que las salas supervisadas previenen muertes por sobredosis y permiten intervenciones médicas oportunas.
"El rango de tiempo que pasa entre que la persona entra en sobredosis y que nosotros la identifiquemos estamos hablando de 20 segundos, no más de 30 segundos", explica Rojas sobre la rapidez de la respuesta.
El protocolo es estricto y está respaldado por una estadística mundial contundente: "Desde que existen en el mundo, en 18 países y más de 150 centros supervisados de drogas inyectables, no se ha registrado ninguna muerte allí".
Uno de los mayores peligros que enfrentan las personas que consumen drogas inyectables es el contagio de enfermedades infecciosas graves cuando comparten material de inyección.
Esta práctica, común en las calles por la falta de acceso a jeringas estériles, convierte cada uso compartido en una ruleta rusa sanitaria.
El Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) y los virus de la hepatitis B y C son las principales amenazas asociadas al uso compartido de jeringas. Estas enfermedades se transmiten a través del contacto con sangre infectada que puede quedar en pequeñas cantidades en las jeringas usadas.
"Tienen mayor riesgo de contagio por VIH y hepatitis debido a prácticas de compartir las jeringas entre ellos", explica Daniel Rojas sobre uno de los principales objetivos que llevó a la creación del centro CAMBIE.
El problema no se limita a estas enfermedades conocidas. "También están en contextos de mucha insalubridad que en los momentos antes, durante y después de la inyección pueden aumentar la probabilidad de infecciones en tejido blando, abscesos. Las malas prácticas de inyección también llevan a infiltraciones, lo cual puede generar daños a nivel de sistema circulatorio, pero también de los tejidos", explicó.
Como era esperado, el proyecto enfrentó resistencias iniciales. "Tuvimos lo que se llama el efecto NIMBY (Not In My Backyard), es como 'no aquí'", reconoce Rojas sobre la reacción de los vecinos. Sin embargo, después de dos años de operación, "las relaciones han cambiado, la evidencia ha mostrado la efectividad".
El proceso de aceptación requirió meses de sensibilización y diálogo con la comunidad, las autoridades locales y la policía. La clave fue demostrar que el centro no solo beneficia a los usuarios directos, sino que mejora las condiciones de convivencia del barrio al reducir el consumo y desecho de jeringas en espacios públicos.
Los datos sociodemográficos revelan la complejidad de la población atendida: 81% son hombres, 26% son de origen venezolano, y entre 26-27% están en condición de habitabilidad de calle.
Particularmente preocupante es la situación de la población trans, que representa el 8% de los usuarios y es considerada de máxima prioridad debido a sus múltiples vulnerabilidades.
"Son personas migrantes, trabajadoras sexuales, tienen VIH, hepatitis, usan drogas inyectables... son muchas cosas", describe Rojas sobre esta población que acumula factores de riesgo.
Más allá de estadísticas hay historias, de quienes encontraron ayuda para iniciar procesos de rehabilitación, de quienes perdieron el miedo a buscar atención, y de vecinos que, tras la apertura y la comunicación, cambiaron percepciones.
¿Puede un lugar así cambiar vidas? Los datos y la experiencia inicial de CAMBIE indican que sí: reduce riesgos, evita muertes inmediatas por sobredosis y crea puentes hacia salud y servicios sociales.
Pero su ampliación y sostenibilidad dependen de decisiones políticas, marcos legales claros y voluntad financiera. La discusión pública está abierta: ¿queremos prevenir y acompañar desde la salud o seguir estigmatizando a quienes consumen?