La profesión médica en Puerto Rico antes del siglo XIX

Medicina y Salud Pública

    La profesión médica en Puerto Rico antes del siglo XIX

    Publicado por Grupo Editorial EPRL

    Los españoles trajeron consigo las prácticas de la medicina occidental. Durante los siglos de colonización española, la medicina estaba reglamentada por la Corona y la Iglesia Católica. Sin embargo, los remedios populares eran los más comunes debido a la escasez de médicos en la Isla.

    El primer médico del que se tiene constancia, Miguel de Villalobos, llegó a la Villa de Caparra en 1510. Por orden real, se le había concedido un solar y tierras, así como ochenta indios. Para 1530, residían en la nueva villa, trasladada a la isleta de San Juan, dos médicos: Diego de Fornicedo y Francisco Hernández de Coronado.

    Debido a la ausencia de médicos y a las deplorables condiciones de sanidad, en 1564 fue necesario ofrecer bienes al médico Hernando de Cataño para persuadirlo de venir a la ciudad, éste accedió luego de que, también, se le concedieran tierras e indios. No obstante, tras casi la total extinción de los taínos en la Isla y las consecuencias económicas que esto implicó, de Cataño intentó trasladarse a La Española, solicitud que fue negada por el gobernador Francisco Bahamonde de Lugo, quien alegó que no había otro médico en la ciudad.

    Los médicos del siglo XVI se regían en principio por el juramento de Hipócrates que se había adoptado en la Edad Media. La Iglesia Católica también intervenía en la regulación de la práctica de la medicina; ésta estipuló que los médicos debían aconsejar a sus pacientes graves a que recibiesen los sacramentos. De no cumplir, el galeno estaría expuesto a ser privado de ejercer la Medicina, así como otras penas impuestas a discreción de los tribunales civiles.

    El Sínodo Diocesano celebrado en San Juan en 1646 ordenó a los médicos que a la tercera visita a un enfermo febril — o antes, en caso de que hubiese la posibilidad de muerte — los médicos tenían la obligación de notificar la necesidad de confesarse al enfermo. Si se negaban, el médico no podría atenderlos más, a menos que el cura accediera. Los médicos trasgresores recibirían las penas ya descritas, así como otras al arbitrio de la Iglesia, agregando que si un paciente muriese inconfeso, tras recibir visitas no aprobadas del médico, la multa aumentaría y estaría en la obligación de rendir cuentas a Dios en ‘el juicio final’.

    No obstante, ante la escasez de médicos, el gobierno español toleraba las prácticas terapéuticas de los curanderos y otros vecinos. Durante muchos años, se emplearon un gran número de hierbas y plantas, cuyas propiedades medicinales fueron transmitidas, mayormente, por los indios taínos. Se curaban las bubas o pian de los esclavos africanos con un cocimiento de sasafrás y guayacán o palo santo; el pasmo o tétano, con zumo de tabaco y fuego, y las infecciones de niguas, con hierros candentes. Se usaban cocimientos de la fruta del pajuil para contener las evacuaciones de sangre; cocciones de guanábanas o de piñas, para curar batardillos, enfermedad análoga al tifus; la resina de jagüey para cataplasmas y la del árbol de María, para curar heridas.

    También, se empleó la fuente termal de Coamo baño medicinal, costumbre heredada de los taínos. La popularidad de esta fuente incrementó después de que el gobernador Miguel de Muesas encontrara alivio en él para su nefritis en 1773. Su médico recomendaba, además, las aguas para el tratamiento de afecciones cutáneas como la psoriasis, la sarna y la lepra, así como para la artritis, el reumatismo, la perlesía o parálisis de algún miembro y el asma. También, se consideraban curativas las aguas del río Guanajibo, del cual se extraían ciertas piedras empleadas para el tratamiento de males como el dolor de ijadas, las hemorragias, los dolores de cabeza y para extraer la leche de las mujeres que recién daban a luz. Durante el siglo XVII, estas piedras se vendían a través de la Isla, en España y en el resto de las Indias.

    Durante estos siglos, las causas de muchas enfermedades se desconocían, por lo que los médicos se limitaban a diagnosticarlas y a tratar los síntomas. La lepra se atribuía al consumo excesivo de carne de cerdo. Se les permitía a los pacientes circular libremente hasta principios del siglo XVIII, cuando comenzaron a recluirlos en lazaretos. La viruela, que causó varias epidemias que mermaron la población, no se trató concertadamente hasta principios del siglo XIX. Contribuía grandemente a la rápida difusión de esta enfermedad la creencia popular de que el abrigo exagerado y el encierro casi hermético del paciente en su habitación evitaban que la infección pasara de la piel a los órganos internos.

    De la introducción de la fiebre amarilla o vómito negro en la ciudad, se sabe muy poco. Es posible que algunas de las epidemias que se produjeron entre los soldados españoles fueran brotes de fiebre amarilla, ya que la aparición de la enfermedad coincidió a menudo con el arribo de tropas españolas no aclimatadas al trópico, como ocurrió durante las guerras con Inglaterra del segundo tercio del siglo XVIII y en adelante. Todavía en la segunda mitad del siglo XIX se discutía si la enfermedad era contagiosa.

    En el siglo XVIII, se llevaron a cabo los primeros esfuerzos por reglamentar formalmente la práctica de la medicina. Sin embargo, no se pudo eliminar del todo la práctica informal de los curanderos y charlatanes, que persistió entrado el primer tercio del siglo XIX. En 1767, se prohibió que persona alguna ejerciera las facultades de medicina y cirugía sin someterse a las correspondientes aprobaciones. El artículo 21 del Directorio General de 1770 imponía a los tenientes de guerra la obligación de exigir el cumplimiento de dichas disposiciones, debiendo dar cuenta al gobernador de los trasgresores. Ante la ineficacia de estas medidas, se promulgó el decreto del 13 de mayo de 1797 que imponía multas de cincuenta pesos por la primera violación, el doble por la segunda, con destierro del pueblo de residencia del contraventor, y por la tercera, doscientos pesos, con reclusión en el presidio.

    Durante estos primeros siglos, los descubrimientos y adelantos de la ciencia oficial, el tratamiento y los métodos clínicos estaban controlados por las instituciones médicas peninsulares, así como por la Junta de Sanidad del Reino, creada en 1768. No fue hasta el siglo XIX que la práctica de la medicina en la Isla comienza a descentralizarse mediante la creación de una serie de instituciones médicas y de los gremios locales.
    Adaptado por Grupo Editorial EPR
    Fuente original: Adolfo de Hostos, “La beneficencia pública y las instituciones y profesiones congéneres”, Historia de San Juan, ciudad murada, 1966.

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