Hebra de Fibrina: Crónica de una coagulación intravascular diseminada en sepsis

La noche en la Unidad de Cuidados Intensivos no respiraba calma: respiraba tensión.

Por: Dr. Emil Juan Arbella


Los monitores marcaban su pulso eléctrico como tambores de guerra; el olor metálico de la sangre y el eco de las bombas de infusión tejían un ambiente denso, cargado, casi eléctrico. Era pasada la medianoche cuando la camilla irrumpió desde el pasillo, empujada por dos enfermeros con el paso urgente del que ya conoce la gravedad.

Sobre ella, una mujer de 48 años. Abdomen distendido, piel marmórea, mirada vidriosa. El aire a su alrededor pesaba. Había sido intervenida días atrás por una peritonitis, pero ahora regresaba con algo peor: fiebre, hipotensión extrema, confusión. Su cuerpo ardía y temblaba, como si cada célula librara una guerra que nadie veía.

La presión arterial caía. Los pulsos eran hilos débiles. En las venas, los líquidos entraban como un intento desesperado de empujar la vida. Sin embargo, algo en su sangre había comenzado a cambiar. Sangraba por las encías, por los puntos de punción, por los drenajes quirúrgicos. La piel se llenaba de equimosis que aparecían como constelaciones oscuras sobre un cielo pálido. El laboratorio confirmó el diagnóstico que todo intensivista teme oír en medio de una sepsis: Coagulación Intravascular Diseminada.

La paradoja más cruel de la medicina: el cuerpo que intenta detener el sangrado termina desangrándose; la sangre que busca defender termina conspirando.

Plaquetas en picada —34 mil—, TP y TTPa prolongados, fibrinógeno desplomado, dímero D como una alarma encendida. En ese instante, entendí que la sepsis había trascendido el ámbito de los órganos: ahora la batalla se libraba en el interior del torrente vital.

El cuerpo, en su furia inflamatoria, había roto su equilibrio. Las citocinas encendían el endotelio, el factor tisular se expresaba por todo el territorio vascular, y la cascada de coagulación se activaba sin control. Trombos microscópicos nacían y morían a cada segundo, bloqueando la perfusión capilar. El cerebro se apagaba, los riñones se detenían, la piel se volvía fría. Era la tormenta perfecta: microtrombosis generalizada y hemorragia difusa.

Iniciamos la maniobra de sostén: antibióticos de amplio espectro, control hemodinámico, reposición cautelosa. Plasma fresco congelado, crioprecipitado, plaquetas. Y sobre todo, el arma fundamental: tiempo. Porque en la CID, el tiempo es hemostasia.

Las guías internacionales más recientes —ISTH, 2023— recordaban lo esencial:

"La CID es una expresión de desequilibrio extremo entre inflamación, coagulación y fibrinólisis. Su tratamiento no radica en silenciar la sangre, sino en devolverle su armonía."

En la paciente, esa armonía se había perdido. Cada minuto, una línea de sangre emergía por los catéteres; cada hora, los hematomas se multiplicaban. La piel adquiría tonos violáceos, las extremidades se volvían frías, el lactato subía sin tregua.

Esa madrugada entendí que la sangre puede tener memoria: cuando se desboca, no olvida.

Con el paso de los días, la respuesta inflamatoria comenzó a ceder. Las plaquetas subieron lentamente, el fibrinógeno se recuperó, y la tensión arterial volvió a sostenerse. En el quinto amanecer, abría los ojos con dificultad, consciente, viva.

—¿Por qué me sangraba tanto, doctor? —preguntó, débil.

—Porque su sangre, por un instante, olvidó cómo fluir —le respondí—. Pero usted recordó cómo resistir.

La CID en sepsis no es solo un diagnóstico: es un umbral. Un recordatorio de lo frágil que puede ser la vida cuando el sistema más perfecto del cuerpo —la coagulación— se convierte en su enemigo. Es la imagen del caos en forma de fibrina, una coreografía microscópica que define entre la vida y la muerte cada segundo.

Desde aquella noche, cada vez que un paciente séptico sangra sin razón, cada vez que las plaquetas se desploman y el fibrinógeno cae, recuerdo su rostro. Porque sé que detrás de esos números hay una lucha silenciosa entre equilibrio y destrucción, entre orden y catástrofe.

Y comprendo que, al final, la vida no cuelga de un monitor ni de una presión arterial. Cuelga, muchas veces, de una delgada hebra de fibrina


Este contenido hace parte de la más reciente alianza entre la Revista Medicina y Salud Pública y el Dr. Emil Juan Arbella, a quien agradecemos su disposición y damos la bienvenida a la junta editorial de la misma.




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